jueves, 5 de marzo de 2015

La campana del ingenio

La campana del Ingenio

La campana del ingenio

El Ingenio de San Jorge fue creciendo de día en día; del rancho viejo sólo quedaba una torre de vieja piedra ennegrecida. Don Jorge Smith, su propietario había conseguido convertirlo en la más rica y productiva hacienda del contorno.
En la vieja torre se había colocado una campana que anunciaba a los criados el momento de iniciar sus tareas y el de acabarlas. Con el tiempo se resquebrajó y fue sustituida por el silbato, y así permanecía olvidada en su atalaya.
Al morir don Jorge le heredó su sobrina Carlota, que casó con un capataz del ingenio, llamado Conrado Maldonado. La noche antes de morir su tío repentinamente, estuvo ella desvelada; para tratar de coger el sueño, inició la lectura de Los doce pares de Francia. A pesar de hallarse embebida en el libro, le pareció que la campana de la torre tañía quedamente. No quiso darle importancia y trató de olvidar lo que le pareció figuración suya, pero la insistente voz de la vieja campana volvió a sonar en el silencio, como si la agotara el cansancio.
Cuando doña Carlota refirió a su esposo lo sucedido, éste lo atribuyó a un estado nervioso o a la fantástica imaginación de la señora. Como la repentina muerte de don Jorge vino a turbar el estado de las cosas, la historia de la dama se olvidó.
Sin embargo, cuando el ingenio pasó a ser de la señora, ésta rogó a su marido que tapiaran la puerta de la torre; y así se hizo. El tiempo pasó y la felicidad fue creciendo de día en día en la inmensa plantación. El matrimonio, que tuvo dos hijos y una hermosa hija, se disponía a celebrar sus bodas de plata, para lo cual se pensaba organizar una fiesta.
Doña Carlota y sus criados se afanaban en los preparativos yendo y viniendo con fuentes de bizcochos y amasando hojaldres y tortas, y así, entre esas y otras ocupaciones se hizo tarde. Poco después el silencio reinó en la casa, cuando todos se retiraron a descansar.
Hacía bastante calor, y doña Carlota, que no tenía sueño, decidió esperar a su marido, que se hallaba en el pueblo. Abrió la ventana y sentóse al fresco hundiéndose en sus pensamientos. De pronto, la voz cansada de la campana rota se oyó desde su atalaya desgranar lentamente sus gemidos. Doña Carlota turbada y temerosa preguntó a sus criadas si ellas habían oído algo, a lo que respondieron negativamente.
Preocupada y nerviosa, se puso a rezar llena de instintivos temores, pero en medio de sus rezos la voz quejumbrosa llegó otra vez hasta ella. Se retiró en silencio, pero, como si el corazón presintiera alguna desgracia, no pudo conciliar el sueño en toda la noche.
Al día siguiente trajeron en unas angarillas el cuerpo apuñalado de don Conrado, víctima del rencor ancestral de un capataz del rancho.
La voz metálica de aquella campana rajada no se había equivocado; ella sabía presentir la desgracia desgarrándose en voces dolorosas que más bien parecían lamentos o amargo llanto. Pero una vez más, el tiempo hizo olvidar que, en la ennegrecida y vetusta torre, la campana rajada se había quejado dolorosamente en el silencio de la noche.
Todo era movimiento en la casona por aquel entonces. Se trabajaba, se disponía, se organizaba en un ajetreo continuo, pues se iba a celebrar la boda de la bella Estefanía, hija única de don Conrado. Estefanía era conocida en toda aquella comarca como la misma hermosura. Criolla de ojos negros, abismales, de largas y espesas pestañas, unía a un lindo rostro una escultural figura de redondeadas líneas. Su piel dorada y su espléndido pelo color caoba terminaban de adornar a la más airosa de las doncellas.
No quedó nada por hacer para aquella boda fastuosa: el rumbo y la riqueza se desbordaban a raudales. Las fiestas habrían de durar dos días, y al tercero, el joven matrimonio cruzaría los mares camino de la vieja Europa.
Se administró el santo bautismo a muchos negritos, se convidó a todo el mundo y la felicidad cundió por todas partes. Por fin, pasada la medianoche, acabado el baile, se retiraron a descansar.
Pero he aquí que cuando doña Carlota se dirigía al fondo de la alcoba, la conocida y funesta voz de la campana vieja volvió a quejarse muy queda.
- ¡Ay de mí, Señor, otra desgracia se cierne sobre mi casa! ¡Escógeme como única víctima! ¡Ten piedad Señor, ten piedad!
Y acto seguido se desmayó cerca de la reja bañada de luna.
Amaneció un día hermosísimo; los hombres se habían ido de cacería y las mujeres se entretenían cantando. Mas como el calor arreciaba, y en verdad algo faltaba a aquella reunión de mujeres solas, Estefanía propuso ir a bañarse al río, proposición aceptada del mejor agrado por las compañeras.
Entre risas y bromas, la hermosa procesión de jovencitas tomó el camino del río, a cuya sombra descansó la alegre comitiva.
Danzaron entre la fronda como quiméricas ninfas antes de que el agua cristalina acariciara la piel tostada de sus cuerpos hasta que, al fin, como un puñado de rosas, se fueron echando al agua.
Pero ¡ay!, en la engañosa pendiente del río, el cantil abría sus fauces de lobo hambriento y una de ellas cayó en él llevando consigo a dos de sus amigas, que gritaban desesperadas en un afán inútil de salvación. Las demás creyeron una broma los gritos de las infelices, y cuando quisieron remediar la desgracia, era ya tarde, ahogándose cuatro de las hermosas niñas y una de las criadas que quiso salvarlas.
Estefanía, la más hermosa de todas, se perdió para siempre en el misterio del cantil del río que se ondulaba entre los esbeltos bambúes.
Doña Carlota maldijo la campana rajada de la torre circular, cuya edad sólo conocían los siglos... Todavía volvió a oír la noche antes de su muerte, su voz de mal agüero.
Los hijos de la difunta señora arrojaron al fondo del cantil la campana maldita... Y no sabemos si en él habrá enmudecido o si en la inmensa plantación de caña de azúcar todavía se seguirá oyendo su voz plañidera, a medianoche.

Leyenda de la Virgen de Hormigueros





La Virgen de la Monserrate pertenece al grupo de las llamadas vírgenes negras que tanto se extendió por la Europa románica y cuyo significado ha dado lugar a múltiples estudios.

Origen y Milagros de la Virgen de la Monserrate en Hormigueros 

Primer Milagro 

Cuenta la leyenda que en el año 1590 el jíbaro campesino puertorriqueño Giraldo González se encontraba en una de las colinas, de lo que hoy conocemos como Hormigueros, recogiendo bejucos para hacer canastas. De repente, sale a su encuentro un toro salvaje que acomete contra él, éste al ver que no puede trepar a un árbol, ni huir por estar junto a un precipicio, ni defenderse con su machete se encomienda a la Virgen exclamando "Favorecerme querida Señora de Monserrate".

En el acto la bestia dobló rodillas y bajó la cabeza hasta el suelo sin hacer mal al afligido. En el cielo había aparecido la Madre de Jesús que haciendo un gesto con su mano izquierda ordenaba al toro bravío que se arrodillara.

En agradecimiento al favor recibido Giraldo González construye en el tope de esa colina una pequeña ermita de adobe. Ya el Santuario empezaba a levantar al cielo su mole cuando ocurre el segundo milagro.

Segundo Milagro 

Giraldo González tenía una hija de ocho años la cual se extravió por el cerrado bosque que rodeaba el santo monte. Quince días duró la búsqueda y al cabo de ellos hallaron a la niña en buen estado de salud y alegre, con su ropa sana, igual que el día en que se perdió.

Al preguntársele como había vivido sin sustentarse, dijo que una mujer le había dado de comer todo aquel tiempo, halagándola y acariciándola como madre: de quien se entendió ser la Virgen de Monserrate, de quien su padre era devoto.

Devoción a la Virgen de la Monserrate 

La noticia de los milagros ocurridos en aquel monte en Hormigueros pronto alcanzaron los más remotos rincones de la isla, desde ese momento las peregrinaciones llegaban continuamente.

Más de 400 años cuenta el culto jamás interrumpido de la Virgen de la Monserrate en Hormigueros. Durante esas largas centurias, día y noche, han ardido y continúan ardiendo lámparas votivas del pueblo puertorriqueño que devoto y agradecido honra a su Dios venerando a su Virgen Madre.






La apuesta

Cuento de la Apuesta

Corría el siglo XIX y las supersticiones todavía atemorizaban a las buenas gentes, así que las pruebas de valentía se demostraban con hechos y acciones relacionadas con el miedo

Un día un grupo de amigos bromeaba sobre la cobardía de uno de ellos. Por mucho que éste intentara defenderse, siempre terminaban con la misma idea. Tanto se cansó de esta burla que pidió a sus amigos una "prueba de fuego" con la que finalizar definitivamente la disputa.
Después de unas deliberaciones, y risas, decidieron que debía ir al cementerio, solo, cuando oscureciera y permanecer allí un rato. Si volvía sano y salvo no volverían a dudar de él. Pero... ya se sabe lo que dicen de los cementerios...

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De día todo está tranquilo, se respira paz y sosiego... ¿y de noche?... ¿Quién había estado allí para verlo y contarlo? Y todavía peor... ¿qué pasaba el día de Todos los Santos?... ¿Era verdad que las almas se alzan de sus tumbas?
La apuesta sería en Todos los Santos, cuando hubiera caído la noche.
Juan, nuestro protagonista, se armó de valor. Dejó caer la noche y, junto a sus amigos, tomó la calle Calvario de camino al Cementerio. Al llegar a la pequeña cuesta, las tenues luces de las casas ya no ofrecían protección y, gracias a que conocían perfectamente el terreno, llegaron a la puerta, donde se despidieron. Sus amigos esperarían ahí para comprobar que efectivamente entraba y no escapaba.
Mientras saltaba la verja de hierro y se adentraba en el cementerio sorteando los pequeños montículos de las tumbas, sus amigos desde fuera se burlaban con gritos de espanto y sonidos de fantasmas.
- "¡Uuuuuuuuh!"
- "¡Cuidado con ese muerto que va detrás de tí!"
- "¿Pero qué es eso que tienes en el hombro? ¿Es una mano?"
- "¡Ja, ja, ja!"
Juan sintió que se le helaba la sangre, y no era de extrañar. La noche era muy desapacible. El aire solano te cortaba la cara y en el cielo, las nubes oscuras pasaban rápidamente por delante de la luna. Era una noche espantosa. Una noche de brujas. Así que se cruzó a la bandolera su capa, tragó saliva, y apretó el paso hasta el centro del cementerio. Todavía se oían las burlas de sus amigos desde allí.
De pronto, vino una fuerte ráfaga de aire y notó que algo le tiraba fuertemente de la capa. Presa del pánico, en un acto reflejo, volvió la cabeza al mismo tiempo que la luna se desenmarañaba de las nubes iluminando el cementerio... Sólo le dio tiempo a ver que tras él había una sombra y cayó a plomo contra la tierra.
No había mucha luz, así que no podían ver bien la hora en sus relojes, pero por lo menos había pasado ya una hora desde que Juan desapareció tras los muros. La broma ya estaba bien. Era tiempo suficiente. Pero Juan no respondía a sus gritos. ¿Se habría enfadado y por eso no contestaba o es que les estaba devolviendo la burla? Daba igual, iban a entrar a ver qué pasaba.
Cuando llegaron al centro del cementerio había un bulto negro en el suelo. Era Juan. Su capa estaba enganchada en una de las cruces de hierro y su cara desencajada les anunció el final de la apuesta. Juan estaba muerto... Había muerto de miedo al ver tras de sí su propia sombra.




El matador de tiburones





EL MATADOR DE TIBURONES

Leyendas puertorriqueñas
Cayetano Coll y Toste 




I

Ardía la Aguada en fiesta. Frente a la hermosa bahía estaban anclados los galeones que conducían al Virrey de Nueva España y al Obispo de Tlasteca. Los nobles hidalgos desembarcaron en lo que la armada se aprovisionaba de agua y bastimentos para seguir viaje a Veracruz.

El Virrey, marqués de Villena y duque de Escalona, quiso dejar memoria de su llegada a un puerto de esta isla, y pidió al Teniente a Guerra un niño para apadrinarlo y protegerlo. Se buscó el infante, y le echó las aguas bautismales el obispo acompañante don Juan Palafox y Mendoza. Al niño se le puso por nombre don Diego de Pacheco, como su ilustre padrino. Esto ocurría allá por el año 1640. 

El gobernador don Agustín de Silva y Figueroa y el prelado don Fray Alonso de Solís estuvieron en la Aguada a cumplimentar a estos dignatarios.

Los rumbosos festejos habidos, fueron ruidosos y de ellos hablan los cronicones de la isla. 


II

En el banquete que se dio en la Casa del Rey en honor de los representantes de S.M. dijo don Diego de Pacheco: -Señores, lo que más me ha llamado la atención en este largo viaje ha sido, que dos días antes de arribar a estas playas, hemos pescado un pez horrendo, que llaman tiburón. Tenía cuatro varas de largo y la tremenda boca guarnecida de unas hileras de dientes movibles. Muerto y echado sobre la cubierta del barco infundía pavor tan feroz animal. 

-Pues, señor Virrey, aquí en la Aguada, hay quien lucha con un tiburón y lo vence - contestó el Teniente a Guerra.

-¿Qué dice usted, amigo mío? -replicó el Virrey sorprendido; y añadió -: ¿Puede ser eso verdad? gustaríame presenciar tan sorprendente combate.

-Tenemos un pescador ribereño, que suele batirse cuerpo a cuerpo y siempre con feliz éxito.

-Pues llámelo usted, que deseo conocerlo.


III

Rufino, el indio, era un matador de tiburones. Moraba en la aldehuela Aguadilla, frente al surgidero de las naos, y vivía de la pesca. Mocetón de más de veinte años, era de baja estatura, ancho de espaldas, fornidos miembros y color achocolatado. A simple vista, se descubría en él el cruce de las razas pobladoras de esta isla. Ojos grandes, nariz aguileña, labios gruesos, pelo negro y abundante. Simpático, humilde y complaciente. El teniente le mandó llamar y le dijo:

-Muchacho, nuestros nobles huéspedes desean verte peleando con un tiburón. ¿Estás dispuesto a ello?

-No, señor.

-¿Por qué?-interrogó el Teniente.

-Porque no tengo mis escapularios de la Virgen del Carmen.

-¿Y dónde están?

-Estaban muy deteriorados y los envié al Convento de Monjas Carmelitas de la Capital para que me los compusieran.

-Te daré cuatro pesos fuertes, si peleas mañana con un tiburón en presencia del Virrey y del Obispo que van para México.

-No puedo, mi Teniente; necesito mis escapularios de la Virgen del Carmen.

-Te daré ocho pesos...

-¡No puede ser, señor!

Presentando Rufino al Virrey, enterado éste de la negativa rotunda del pescador, lo trató con sumo afecto y le dijo sugestivamente:

-Mañana pelearás con un tiburón y además de los ocho pesos fuertes que te dará el Teniente, yo te regalaré una onza de oro española.


IV

El matador de tiburones se pasó toda la noche pensando en su aciaga suerte. Cuando se le presentaba oportunidad de ganar un puñado de dinero, que le sacaría de tantos apuros, se encontraba sin sus queridos escapularios de la Virgen del Carmen, sin los cuales jamás había salido al mar, ni siquiera a pescar.

Descansó poco. Levantóse temprano y buscó su daguilla de combate, que llamaba mi alfiler. Este era un largo puñal, hecho de una escofina y con un fuerte cabo de huesos. Tenía una pulgada de ancho y trece de largo. Lo aceitó y lo guardó en su vaina de cuero; tenía en el cabo una manija, de curricán, para asegurarlo en la muñeca cuando se arrojaba al mar a combatir a los escualos.

Salió y fuese a la plaza. El mar estaba como una lámina de acero, terso y limpio. Los galeones reales lucían sus vistosas banderolas y los barcos pescadores regresaban al puerto con su pesca. Entró en un bodegón a desayunarse.


V

Como a las diez de la mañana hubo algazara en la playa. Los que atalayaban avisaron al Teniente a Guerra que un tiburón había entrado en la bahía. El Teniente avisó a sus hidalgos huéspedes y toda la comitiva se dirigió a la playa.

Rufino no había salido del bodegón. Allí estaba pensativo, con las manos sujetándose la cabeza. El ruido de la playa llegaba a él como una provocación; pero él no se movía. La gritería iba en aumento. El dueño del bodegón tocó en el hombro a Rufino. Este levantó la cabeza y exclamó:

-¿Qué hay?

-Que hoy vas a ganar mucho dinero.

-No sé...

Entonces se levantó, nervioso y preocupado, y se alejó de allí. Se dirigió a la playa. La multitud lo invadía todo. Llegó a la dársena de los botes y miró al horizonte, poniéndose la mano de visera sobre la frente. Apretó los puños con ira. Había divisado la aleta negra del tiburón sobre las ondas. El voraz animal husmeaba qué comer cerca de los galeones. El Teniente ordenó que le arrojasen un perro chino para atraerlo a la orilla. La orden se había cumplido. Tan pronto lo divisó el monstruo, se hundió la negruzca aleta, para virarse el escualo y poder devorar el infeliz perrillo. Un espumarejo de sangre manchó la superficie del agua. 


VI

Rufino lo había visto todo: Le brillaron los ojos de coraje con deseos de combatir la fiera. Corrió a la punta de la dársena. Se desvistió rápidamente y daga en mano se lanzó impetuoso al mar. El gentío aplaudió con estrépito.
La aleta negra del tiburón, como una velilla latina, volvió a aparecer sobre el mar. Rufino nadó con bravura hacia ella. De repente desapareció la siniestra aleta negra y también zambulló el pescador. El agua se movía compulsivamente. Debajo de la superficie se desarrollaba la encarnizada lucha. Rufino era un gran buzo, pero la ansiedad y expectación eran muy grandes. 
Apareció sobre las ondas el muchacho y se vio que nadaba apresuradamente hacia tierra. Al llegar a la orilla se desmayó. El pueblo acudió en tropel en torno del pescador, que estaba muy pálido. Hubo necesidad de auxiliarle. Su boca estaba teñida en sangre. Vuelto en sí, se sentó transido de ansiedad. Miró su daguilla. Estaba límpido el acero, pero rojo el hueso del cabo. Escupió y al ver que escupía sangre exclamó con gran tristeza: 

-¡Ah! ¡Mis escapularios, mis escapularios...! 

De pronto gritó con alegría:
-¡Allí está! ¡Allí está! ¡Lo maté! Oerim ¡ay! ¡él también me ha herido!

Rufino, al clavar por segunda vez su puñal al monstruo moribundo, recibió un aletazo en el pecho que en poco le priva el conocimiento, y, perdido el sentido, se hubiera ahogado.

El gentío vociferaba atrozmente. Sobre la superficie de las aguas se iba destacando el horrible animal, con su espantosa boca abierta, privado de la vida.
Diestros ribereños, en sus pequeños esquifes, empezaron a remolcarlo hacia tierra.

VII

El Virrey se acercó al grupo donde estaba Rufino, puso su diestra sobre la cabeza del matador triunfante y le dijo:

-Eres un valiente, pero no vuelvas a repetir esa hazaña.

Y le entregó dos onzas españolas. Al poco rato la gorra del pobre ribereño estaba llena de dinero. Hasta los marinos de los galeones, que habían presenciado su heroicidad, le enviaban su regalo en toda clase de monedas.

Fue conducido Rufino a su bohío en brazos de sus amigos. Estuvo gravemente enfermo por algún tiempo, pero su recia naturaleza venció el mal y cicatrizó su pulmón herido. Compró redes de pescar y un buen bote y no volvió a combatir con los monstruos del mar. En el comedor de su cabaña, pendiente del seto, guardaba como trofeo de sus victorias la célebre daguilla rodeada de dientes de tiburones.