viernes, 25 de mayo de 2012

La Garita del Diablo, Cayetano Coll y Toste- 1790




La Garita del Diablo


I
Dina era una mestiza atrayente, una flor natural de aroma incitante, una doncella gallarda, pelinegra y de vivarachos ojos, hija de un español, capataz cuadrillero de la Real Hacienda y de una india pura acanelada, resto de la aborígena raza. Procedía de la Indiera, de San Germán, refugio de los autóctonos nativos.

La esbelta moza tenía dieciocho primaveras y no había salido sola a la calle ni una sola vez. Recluida en su ruin casucha del alto de San Cristóbal, sus fiestas se reducían a oír misa en la iglesia de San Francisco, en unión de una tía que la acompañaba, hermana de su padre, pues la madre había muerto al darla a luz.

Los mayores embelesos de Dina eran ver desfilar las escuadras del Regimiento Fijo de Artillería, cuando a tambor batiente pasaban frente a su terrera casucha los esbeltos militares, a cumplir el precepto religioso de los domingos. Aquellos muchachos, fornidos, derechos, vestidos de blanco, portando el corto y ancho machetín, que al marchar batía sobre el muslo del militar, le sorbían los sesos a la linda moza, recatada y núbil. Se quitaba del antepecho de la puerta, cuando la tía la regañaba con insistencia gruñona y le ordenaba entrar y cerrar la persiana.

"¡Ya te he dicho que cuando pase la tropa debes entrarte, pues es gente atrevida y descarada!"
"Ya lo sé, tía!" replicaba displicente la sobrina "pero me gusta contemplar los militares, por su garbo y precisión de andar; y además, me agrada tararear el pasodoble que toca la charanga."

II
A la tía de Dina dió una fuerte ictericia y el físico del Regimiento del Fijo, le ordenó que paseara al sol, después de tomar unos amargos brebajes que le propinara.

Dina acompañaba a su tía a pasear por el abanico, el gran rediente del castillo de San Christóbal. Poco a poco se fue familiarizando con los fosos y contrafosos, baterías y casamatas del Fuerte, hasta conocerlo todo él al dedillo. Y mejor aún, cuando hizo amistad con una de la familias de militares subalternos, de las que estaban acuarteladas en las bóvedas. Y de este ir y venir de la casita, no pudo evitar que algunos soldados se fijaran en la esbeltez de sus carnes, cuyas finas curvas ceñían y hacían temblar la fina muselina de sus traje, y provocaban chicoleos y requiebros a la linda criolla.

Dina era pura como un lirio en capullo que empieza a entreabrirse a las caricias del sol. Y con los galanteos y requerimientos amorosos de los militares se ponían rojas como el jacinto sus vírgenes mejillas, a pesar de su trigueña tez; y la casta doncella se veía obligada a apresurar el paso.

Por fin hubo unos ojos picarescos, de un buen mozo, que se le metieron dentro del corazón y que los veía luego en todas partes, y con los que soñaba, provocándole amorosas pesadillas. Eran los ojos de un soldadito llamado Sánchez, y que por su intensa palidez los compañeros lo apodaron Flor de Azahar. El atrevido galán era Andaluz de buena cepa y tocaba la guitarra con facilidad extrema y trovaba de afición, entonando unas endechas con gracia y soltura. Había puesto sitio, como decía su capitán, a la plaza fuerte de la vecina moza, a la que dejaba loca y desesperada de amor con sus intencionadas coplas.

Recogida la muchacha en su casita, solía oír el ritmo rasgueado de las cuerdas de la guitarra, que cadenciosamente llenaban la atmósfera de sus dulces sones, sacudidas por la hábil mano de Flor de Azahar. Y de vez en vez, dejaba el militar en los oídos de la inocente doncella, con pertinaz osadía, y melancólico acento, esta copla:

"Bella Dina, Bella Dina
Quiéreme, por Dios, mi cielo,
que la suerte me es indina
Se tu, niña, mi consuelo!"

La moza, acongojada y palpitante, daba vueltas en la cama, como si su lecho tuviese espinas punzadoras, atosigada por la luminosa quimera de la vida. Y tras lánguidos esperezos se entregaba al insomnio. La guitarra seguía gimiendo de cuando en cuando la dulce canción y el veneno de la estrofa se filtraba lentamente en el alma de la infeliz doncella. Su espíritu quedó al fin aprisionado en la tela de oro de aquella melosa endecha, que le hurguía las entretelas del corazón.

Una profunda tristeza invadió a la gallarda Dina, que amaba ya a Flor de Azahar con una intensa pena, pues le veía sujeto a una rigurosa disciplina, cuyos trabajos le tenían tan pálido; sin poder tener el consuelo de aliviarlo en algo, dándole entrada en la casa, porque la tía no quería cuentos con militares, gente atrevida de manos.

III

En el castillo de San Crístóbal existe una garrita, alejada de la plaza, que da al lado norte y parece que se interna en la mar. Es un punto estratégico para atalayar la costa hacia el Escambrón y hacia el sospechoso horizonte marítimo.

En una de las noches que le tocaba a Sánchez, la vigilancia de este punto, sintió Dina deseos irresistibles de charlar con él, que era el único delirio de su fantasía. En todo el día no le había podido ver, y llegaba la prima noche no hubo el consuelo de oir la canción favorita al lánguido son de la guitarra, que penetraba en su alma como una plegaria.

Esperó la muchacha a que su tía se durmiese, y una vez cerciorada de ello, al oír sus acompasados ronquidos, entre-abrió quedamente la puerta de la calle, y se deslizó, por detrás de la muralla, hacia la conocida garita, que se destacaba con negruras de basalto entre el brumoso celaje de la costa del mar. Allí estaba haciendo fielmente su guardia Flor de Azahar.

La luna cayendo hacia poniente, lanzaba mortecinos resplandores. El mar cabrilleaba, pálidamente con los últimos reflejos de la protectora de los amantes, y la ola, sin murmullos, lamía suavemente los peñascales. Cuando un rayo lunar, rompiendo la bruma, lanzaba serpentinas plateadas, al caer sobre las dormidas ondas dejaba un rastro de luz, como bruñido acero refulgente. Sombras y tristezas rondaban en torno del castillo y envolvían a Dina, que avanzaba con sigilo por conocida senda hacia el atalaya, donde estaba su novio.

"Flor de Azahar" dijo tímidamente la garrida moza, abre la garita, con una voz suave y leda, que rompió el silencio de aquella aterradora soledad.

Sánchez oyó el amoroso suspiro de la doncella, le palpitó el corazón con violencia, dejó el fusil y se precipitó en los brazos de Dina, cuya negra pupila de enamorado febril lo trastornó poniendo fuego de amor en sus venas. Único instante feliz de sus amores hasta entonces. Un tenue claro de luna agonizante aprisionó en su argentino encaje a Flor de Azahar y a Dina. Dejemos al dulce misterio de la noche lo que es del dulce misterio de la vida!

IV

"Centinela, alerta!" gritó al poco rato el guardián del Caballero de Austria del castillo; y el grito del soldado vigilante fue repitiéndose de garita en garita, rompiendo el mutismo nocturnal de la fortaleza, hasta llegar a la que ocupaba Sánchez. El pájaro negro del silencio reinaba en aquellos contornos. Nadie contestó en el atalaya, cuya custodia correspondía a Flor de Azahar.

La ronda de vigilancia encontró al siguiente día, al relevar la guardia, que Sánchez había desertado, dejando el fugitivo su fusil y la cartuchera en el lugar entregado a la lealtad. No era el primer caso que ocurría en aquella triste garita. Así que la gente crédula y supersticiosa continuó afirmando que Lucifer con sus hechizos había cargado con el pobre soldado, que tal vez estaría en pecado mortal; pero los duchos en el arte del querer fuerte se dejaban decir, que para ellos, Cupido era el que se había robado a Flor de Azahar, pues eran gran coincidencia que también la bella Dina hubiera desaparecido de su casa. Tal vez la amante pareja se había refugiado en la Sierra de Luquillo para formar allí su nido de ternezas plácidas;

Desde aquel día se llamó aquel sitio "la Garita del Diablo" porque nadie quitó a la estúpida vecindad que el Espíritu Maligno había intervenido en la desaparición del soldado desertor. Siempre el vulgo, ciego en sus necedades, se inclina a creer más en el error que en la verdad!







miércoles, 23 de mayo de 2012

El grano de oro





EL GRANO DE ORO

   Entre los pobladores de Boriquén, que se habían dedicado a la busca de oro, había dos activísimos sevillanos, Antonio Orozco y Juan Guilarte. Eran muy amigos. Vinieron a la Isla con cartas de vecindad del Rey, dadas por la Casa de la Contratación de Sevilla. Vivían en Caparra y disponía cada uno de una encomienda de cuarenta indios, un solar y una caballería de tierra.
   Orozco y Guilarte trabajaban con sus cuadrillas de naborias en los placeres auríferos del ríoMabiya, lavando diariamente arenas y más arenas, en busca de las deslumbrantes pajuelas del precioso metal.
   Un día dijo Orozco a Guilarte:
   --El lunes de la semana entrante, al romper el alba, nos vamos a ir tierra adentro, a ver si nos topamos con algún yacimiento de oro.
   ---¿Llevaremos indígenas por guías?
   --No. Llevaremos brújula para orientarnos, marchando siempre hacia el sur, y repletas las alforjas para unos días. Dejaremos nuestros capataces al frente de las cuadrillas en el Mabiya.
   --¡Conforme! Pero no debemos olvidar nuestras mantas, para defendernos del relente, si hemos de dormir en el bosque.
II
   Después de ocho días de exploración a través de la selva virgen, llegaron a una cumbre, desde la cual divisaron el mar Caribe a un lado y al otro el Atlántico. El panorama era esplendente; sabanas y montículos con todos los colores del verde, desde el claro esmeraldino al ágata crisoprasa; y al horizonte, de frente y de espalda, dos franjas de azul turquí.
  ---Aquí fabricaría yo una casa de campo, dijo Guilarte.
   ---Valiente burrada sería, replicóle Orozco. Esto es bueno para contemplarle un rato, pero luego hastía.
  ---Pues yo creo que a mí no me hastiaría nunca---volvió a anotar Guilarte.
  --¡Tonto! Lo mejor es que reunamos mucho oro y nos larguemos a Triana. ¡De Sevilla al cielo!
  --Pues chico, muchas arenas tenemos que lavar para asegurar algo. ¡Y luego, eso eso de tener que dar al Rey el Quinto por su linda cara! ¡Vamos, me parece que en mucho tiempo no salimos de nuestra pobreza! ...
   Los dos amigos, sentados sobre una roca, después de su andariega expedición, abrieron sus morrales y empezaron a devorar su pan casabí y unos pedazos de queso canario.
   Orozco era un hombre como de treinta años, piel blanca, pecosa, pelirojo, ojos pequeños y grises, nariz aguileña pronunciada, labios finos contraidos, con las comisuras caidas. Alto de cuerpo, enjuto y descarnado. Espíritu impaciente, audaz, ambicioso. Tenía la mirada picare del tahur de profesión. Revelaba en su tipo los cruzamientos de sus antepasados. Su atavismo sugía en el ojo gris vándalo y en su nariz judaica.
   Guilarte representaba un genuino tipo berebere, nacido en suelo español. Trigueño, ojos negros rasgados, nariz recta y fina, rostro oval, cerrado de barba negra, brillante y rizada. Permanentemente la sonrisa en sus labios. Buena musculatura. Indolente. Le atraía el canto de los pájaros y el rasgucar de una guitarra. Le gustaba cortejar a las indias y había aprendido de ellas a cantar y bailar los areytos.
   De pronto, Guilarte dijo a Orozco:
  --Mira hacia esa hondonada en dirección a mi brazo. ¿Qué ves?
  --Una pirdra que brilla como un topacio con los rayos del sol.
  --Fíjate que verás que es un trozo de oro unido a un trozo de cuarzo.
  --¡Efectivamente! ¡Qué buena vista tienes! ¡Y es bien grande! ...
  --Pero ¿quién diablos desciende de esta elevada montaña allá abajo para recogerla?
  --¡Pues tú y yo! ...
  --¿De qué modo?--dijo Guilarte.
  --Hagamos aquí un campamento con yaguas y tejamos sogas de majagua, que reforzaremos con bejucos. Y con sogas haremos una buena escala.
   Ante el hallazgo fortuito de tan valioso grano de oro desaparecería la contemplación de aquella hermosa naturaleza virgen, sorprendente, que el sol bañaba con áureos reflejos venciendo la maraña impenetrable de la selva. El follaje raquítico bordeaba el abismo y de una roca pelada manaba un hilo de cristalina linfa, que huía rápidamente por entre los peñascales, perdiéndose el brillador chorrito en las profundidades de aquella inmensa olla.
III
Terminada la escala con rapidez y pericia estraordinarias y bien asegurada a un gran cedro descendieron por ella fácilmente Orozco y Guilarte. Llegados al fondo del abismo vieron que la piedra codiciada era más grande de lo que creyeron en un principio.
---El oro que tiene esta piedra vale, separado el cuarzo y además ripio, de cuatro a cincomil castellanos, dijo Guilarte, que era inteligente en metalurgia.
---Lo suficiente para sacar avante a uno de los dos, pero no a estrambos. Busquemos a ver si encontramos otro grano.
   Desengañados de no encontrar más oro, dijo Orozco a guilarte:
---Te voy a proponer un negocio. Juguemos a los dados este hallazgo y a quien Dios se lo de, San Pedro se lo bendiga. Si tú te lo ganas, puedes ya retirarte a España. Si me lo gano yo, me voy de soleta a Sevilla. El que se queda en Caparra se encarga de la encomienda de su compañero y la explota en sociedad.
---Bueno, contestó Guilarte. ¿Y los dados?
---Aquí los tengo, replicó Orozco.
---Pues, ¡échalos!
   La suerte favoreció a Orozco. Y Guilarte lo felicitó con sinceridad, añadiendo:
---Se han cumplido tus deseos. Vámonos para arriba.
---Sube tú primero, yo iré después con la piedra.
   Guilarte echó mano a la escalera, y trepó ágilmente por ella.
   Cuando llegó arriba se sentó al borde del avismo a esperar a su amigo. Orozco subió bien hasta la mitad de la escalera, pero se rompió un escalón y estuvo a punto de caer, pues tenía la mano izquierda embargada con la piedra aurífera. Gritó a Guilarte y éste le contestó:
---¿Qué hago?
---Tira de la escala para que me ayudes a ascender o tengo que soltar la piedra. ¡Pronto! ¡pronto!
   Guilarte que era un hombre de muchas fuerzas, se acercó al cedro y empezó a halar de la escala con precipitación. De repente rodó por tierra. La escala hecha de fibras verdes de majagua a pesar de estar reforzada con bejucos, también verdes, no pudo resistir el rose áspero de la peña y súbitamente se rompió. El infeliz Orozco cayó en la hondonada desde una gran altura y aunque la maleza amortiguó el golpe, quedó medio muerto en el césped del bosque. Imposible le fue a Guilarte poderlo socorrer, y desalentado regresó al campamento de Mabiya, caminando día y noche.
IV
   Con la ayuda de buenos indios prácticos, y fuertes escalas volvió Guilarte, diligente, al socorro de su infortunado amigo. Cuando llegó a su lado estaba aun vivo, abrazado a aquella fatídica piedra que le costaba la vida. Lo primero que pidió fue agua. No había podido moverse de donde había caido porque tenía rotas las dos piernas. Después que satisfizo la sed, llamó a Guilarte y le dijo:
---¡Voy a morir! ¡Oyeme! Tu descubristes el grano de oro y yo te quité tu parte usando dados falsos. Dios me ha castigado. ¡Perdóname!...
  Y espiró. El pobre Orozco fue víctima de su ambición. Todas las pasiones son buenas, ha dicho un filósofo, mientras uno es dueña de ellas, y todas son malas cuando nos esclavisan. Conduciendo el cadáver al campamento de Mabiya se le dió cristiana sepultura. Sabido en Caparra lo ocurrido, los Oficiales Reales dieron cuenta al Rey, quién concedió a Guilarte todas aquellas tierras exploradas por él y su infiel y desgraciado amigo. También es verdad que el honrado y desprendido vasallo había regalado a la Catedral de Sevilla aquella enorme pepita de oro, por la cual Orozco, con el ansia de enriquecerse, había sido traidor a la amistad. Todavía en la cordillera central de la isla, hay una cumbre, denominada "La Sierra de Guilarte", que recuerda este trágico suceso.

La Capilla del Cristo





La capilla del Cristo

Cuenta la leyenda que la Capilla del Cristo se erigió para honrar un milagro.

Dice la leyenda, que alrededor del año 1750 aproximadamente, se había efectuado una carrera de caballos a lo largo de la calle Del Cristo. Uno de los participantes no pudo detener su caballo y se cayó por el precipicio.

Don Tomas Mateo Prats, que era el secretario de gobierno para aquel entonces, invocó al Santo Cristo de la Salud y que el joven que cayó por el precipicio se salvó. Por agradecimiento al Santo Cristo de la Salud, Don Tomas Mateo Prats ordenó construir la Capilla.

La verdad es otra....
Estudios recientes hechos por Don Adolfo de Hostos confirman que el joven que cayó por el acantilado, si murió. Y que Don Tomas Mateo Prats ordenó erigir la Capilla para evitar tragedias futuras.