La Garita del Diablo
I
Dina era una mestiza atrayente, una flor natural de aroma incitante, una doncella gallarda, pelinegra y de vivarachos ojos, hija de un español, capataz cuadrillero de la Real Hacienda y de una india pura acanelada, resto de la aborígena raza. Procedía de la Indiera, de San Germán, refugio de los autóctonos nativos.
La esbelta moza tenía dieciocho primaveras y no había salido sola a la calle ni una sola vez. Recluida en su ruin casucha del alto de San Cristóbal, sus fiestas se reducían a oír misa en la iglesia de San Francisco, en unión de una tía que la acompañaba, hermana de su padre, pues la madre había muerto al darla a luz.
Los mayores embelesos de Dina eran ver desfilar las escuadras del Regimiento Fijo de Artillería, cuando a tambor batiente pasaban frente a su terrera casucha los esbeltos militares, a cumplir el precepto religioso de los domingos. Aquellos muchachos, fornidos, derechos, vestidos de blanco, portando el corto y ancho machetín, que al marchar batía sobre el muslo del militar, le sorbían los sesos a la linda moza, recatada y núbil. Se quitaba del antepecho de la puerta, cuando la tía la regañaba con insistencia gruñona y le ordenaba entrar y cerrar la persiana.
"¡Ya te he dicho que cuando pase la tropa debes entrarte, pues es gente atrevida y descarada!"
"Ya lo sé, tía!" replicaba displicente la sobrina "pero me gusta contemplar los militares, por su garbo y precisión de andar; y además, me agrada tararear el pasodoble que toca la charanga."
II
A la tía de Dina dió una fuerte ictericia y el físico del Regimiento del Fijo, le ordenó que paseara al sol, después de tomar unos amargos brebajes que le propinara.
Dina acompañaba a su tía a pasear por el abanico, el gran rediente del castillo de San Christóbal. Poco a poco se fue familiarizando con los fosos y contrafosos, baterías y casamatas del Fuerte, hasta conocerlo todo él al dedillo. Y mejor aún, cuando hizo amistad con una de la familias de militares subalternos, de las que estaban acuarteladas en las bóvedas. Y de este ir y venir de la casita, no pudo evitar que algunos soldados se fijaran en la esbeltez de sus carnes, cuyas finas curvas ceñían y hacían temblar la fina muselina de sus traje, y provocaban chicoleos y requiebros a la linda criolla.
Dina era pura como un lirio en capullo que empieza a entreabrirse a las caricias del sol. Y con los galanteos y requerimientos amorosos de los militares se ponían rojas como el jacinto sus vírgenes mejillas, a pesar de su trigueña tez; y la casta doncella se veía obligada a apresurar el paso.
Por fin hubo unos ojos picarescos, de un buen mozo, que se le metieron dentro del corazón y que los veía luego en todas partes, y con los que soñaba, provocándole amorosas pesadillas. Eran los ojos de un soldadito llamado Sánchez, y que por su intensa palidez los compañeros lo apodaron Flor de Azahar. El atrevido galán era Andaluz de buena cepa y tocaba la guitarra con facilidad extrema y trovaba de afición, entonando unas endechas con gracia y soltura. Había puesto sitio, como decía su capitán, a la plaza fuerte de la vecina moza, a la que dejaba loca y desesperada de amor con sus intencionadas coplas.
Recogida la muchacha en su casita, solía oír el ritmo rasgueado de las cuerdas de la guitarra, que cadenciosamente llenaban la atmósfera de sus dulces sones, sacudidas por la hábil mano de Flor de Azahar. Y de vez en vez, dejaba el militar en los oídos de la inocente doncella, con pertinaz osadía, y melancólico acento, esta copla:
"Bella Dina, Bella Dina
Quiéreme, por Dios, mi cielo,
que la suerte me es indina
Se tu, niña, mi consuelo!"
La moza, acongojada y palpitante, daba vueltas en la cama, como si su lecho tuviese espinas punzadoras, atosigada por la luminosa quimera de la vida. Y tras lánguidos esperezos se entregaba al insomnio. La guitarra seguía gimiendo de cuando en cuando la dulce canción y el veneno de la estrofa se filtraba lentamente en el alma de la infeliz doncella. Su espíritu quedó al fin aprisionado en la tela de oro de aquella melosa endecha, que le hurguía las entretelas del corazón.
Una profunda tristeza invadió a la gallarda Dina, que amaba ya a Flor de Azahar con una intensa pena, pues le veía sujeto a una rigurosa disciplina, cuyos trabajos le tenían tan pálido; sin poder tener el consuelo de aliviarlo en algo, dándole entrada en la casa, porque la tía no quería cuentos con militares, gente atrevida de manos.
III
En el castillo de San Crístóbal existe una garrita, alejada de la plaza, que da al lado norte y parece que se interna en la mar. Es un punto estratégico para atalayar la costa hacia el Escambrón y hacia el sospechoso horizonte marítimo.
En una de las noches que le tocaba a Sánchez, la vigilancia de este punto, sintió Dina deseos irresistibles de charlar con él, que era el único delirio de su fantasía. En todo el día no le había podido ver, y llegaba la prima noche no hubo el consuelo de oir la canción favorita al lánguido son de la guitarra, que penetraba en su alma como una plegaria.
Esperó la muchacha a que su tía se durmiese, y una vez cerciorada de ello, al oír sus acompasados ronquidos, entre-abrió quedamente la puerta de la calle, y se deslizó, por detrás de la muralla, hacia la conocida garita, que se destacaba con negruras de basalto entre el brumoso celaje de la costa del mar. Allí estaba haciendo fielmente su guardia Flor de Azahar.
La luna cayendo hacia poniente, lanzaba mortecinos resplandores. El mar cabrilleaba, pálidamente con los últimos reflejos de la protectora de los amantes, y la ola, sin murmullos, lamía suavemente los peñascales. Cuando un rayo lunar, rompiendo la bruma, lanzaba serpentinas plateadas, al caer sobre las dormidas ondas dejaba un rastro de luz, como bruñido acero refulgente. Sombras y tristezas rondaban en torno del castillo y envolvían a Dina, que avanzaba con sigilo por conocida senda hacia el atalaya, donde estaba su novio.
"Flor de Azahar" dijo tímidamente la garrida moza, abre la garita, con una voz suave y leda, que rompió el silencio de aquella aterradora soledad.
Sánchez oyó el amoroso suspiro de la doncella, le palpitó el corazón con violencia, dejó el fusil y se precipitó en los brazos de Dina, cuya negra pupila de enamorado febril lo trastornó poniendo fuego de amor en sus venas. Único instante feliz de sus amores hasta entonces. Un tenue claro de luna agonizante aprisionó en su argentino encaje a Flor de Azahar y a Dina. Dejemos al dulce misterio de la noche lo que es del dulce misterio de la vida!
IV
"Centinela, alerta!" gritó al poco rato el guardián del Caballero de Austria del castillo; y el grito del soldado vigilante fue repitiéndose de garita en garita, rompiendo el mutismo nocturnal de la fortaleza, hasta llegar a la que ocupaba Sánchez. El pájaro negro del silencio reinaba en aquellos contornos. Nadie contestó en el atalaya, cuya custodia correspondía a Flor de Azahar.
La ronda de vigilancia encontró al siguiente día, al relevar la guardia, que Sánchez había desertado, dejando el fugitivo su fusil y la cartuchera en el lugar entregado a la lealtad. No era el primer caso que ocurría en aquella triste garita. Así que la gente crédula y supersticiosa continuó afirmando que Lucifer con sus hechizos había cargado con el pobre soldado, que tal vez estaría en pecado mortal; pero los duchos en el arte del querer fuerte se dejaban decir, que para ellos, Cupido era el que se había robado a Flor de Azahar, pues eran gran coincidencia que también la bella Dina hubiera desaparecido de su casa. Tal vez la amante pareja se había refugiado en la Sierra de Luquillo para formar allí su nido de ternezas plácidas;
Desde aquel día se llamó aquel sitio "la Garita del Diablo" porque nadie quitó a la estúpida vecindad que el Espíritu Maligno había intervenido en la desaparición del soldado desertor. Siempre el vulgo, ciego en sus necedades, se inclina a creer más en el error que en la verdad!
Dina era una mestiza atrayente, una flor natural de aroma incitante, una doncella gallarda, pelinegra y de vivarachos ojos, hija de un español, capataz cuadrillero de la Real Hacienda y de una india pura acanelada, resto de la aborígena raza. Procedía de la Indiera, de San Germán, refugio de los autóctonos nativos.
La esbelta moza tenía dieciocho primaveras y no había salido sola a la calle ni una sola vez. Recluida en su ruin casucha del alto de San Cristóbal, sus fiestas se reducían a oír misa en la iglesia de San Francisco, en unión de una tía que la acompañaba, hermana de su padre, pues la madre había muerto al darla a luz.
Los mayores embelesos de Dina eran ver desfilar las escuadras del Regimiento Fijo de Artillería, cuando a tambor batiente pasaban frente a su terrera casucha los esbeltos militares, a cumplir el precepto religioso de los domingos. Aquellos muchachos, fornidos, derechos, vestidos de blanco, portando el corto y ancho machetín, que al marchar batía sobre el muslo del militar, le sorbían los sesos a la linda moza, recatada y núbil. Se quitaba del antepecho de la puerta, cuando la tía la regañaba con insistencia gruñona y le ordenaba entrar y cerrar la persiana.
"¡Ya te he dicho que cuando pase la tropa debes entrarte, pues es gente atrevida y descarada!"
"Ya lo sé, tía!" replicaba displicente la sobrina "pero me gusta contemplar los militares, por su garbo y precisión de andar; y además, me agrada tararear el pasodoble que toca la charanga."
II
A la tía de Dina dió una fuerte ictericia y el físico del Regimiento del Fijo, le ordenó que paseara al sol, después de tomar unos amargos brebajes que le propinara.
Dina acompañaba a su tía a pasear por el abanico, el gran rediente del castillo de San Christóbal. Poco a poco se fue familiarizando con los fosos y contrafosos, baterías y casamatas del Fuerte, hasta conocerlo todo él al dedillo. Y mejor aún, cuando hizo amistad con una de la familias de militares subalternos, de las que estaban acuarteladas en las bóvedas. Y de este ir y venir de la casita, no pudo evitar que algunos soldados se fijaran en la esbeltez de sus carnes, cuyas finas curvas ceñían y hacían temblar la fina muselina de sus traje, y provocaban chicoleos y requiebros a la linda criolla.
Dina era pura como un lirio en capullo que empieza a entreabrirse a las caricias del sol. Y con los galanteos y requerimientos amorosos de los militares se ponían rojas como el jacinto sus vírgenes mejillas, a pesar de su trigueña tez; y la casta doncella se veía obligada a apresurar el paso.
Por fin hubo unos ojos picarescos, de un buen mozo, que se le metieron dentro del corazón y que los veía luego en todas partes, y con los que soñaba, provocándole amorosas pesadillas. Eran los ojos de un soldadito llamado Sánchez, y que por su intensa palidez los compañeros lo apodaron Flor de Azahar. El atrevido galán era Andaluz de buena cepa y tocaba la guitarra con facilidad extrema y trovaba de afición, entonando unas endechas con gracia y soltura. Había puesto sitio, como decía su capitán, a la plaza fuerte de la vecina moza, a la que dejaba loca y desesperada de amor con sus intencionadas coplas.
Recogida la muchacha en su casita, solía oír el ritmo rasgueado de las cuerdas de la guitarra, que cadenciosamente llenaban la atmósfera de sus dulces sones, sacudidas por la hábil mano de Flor de Azahar. Y de vez en vez, dejaba el militar en los oídos de la inocente doncella, con pertinaz osadía, y melancólico acento, esta copla:
"Bella Dina, Bella Dina
Quiéreme, por Dios, mi cielo,
que la suerte me es indina
Se tu, niña, mi consuelo!"
La moza, acongojada y palpitante, daba vueltas en la cama, como si su lecho tuviese espinas punzadoras, atosigada por la luminosa quimera de la vida. Y tras lánguidos esperezos se entregaba al insomnio. La guitarra seguía gimiendo de cuando en cuando la dulce canción y el veneno de la estrofa se filtraba lentamente en el alma de la infeliz doncella. Su espíritu quedó al fin aprisionado en la tela de oro de aquella melosa endecha, que le hurguía las entretelas del corazón.
Una profunda tristeza invadió a la gallarda Dina, que amaba ya a Flor de Azahar con una intensa pena, pues le veía sujeto a una rigurosa disciplina, cuyos trabajos le tenían tan pálido; sin poder tener el consuelo de aliviarlo en algo, dándole entrada en la casa, porque la tía no quería cuentos con militares, gente atrevida de manos.
III
En el castillo de San Crístóbal existe una garrita, alejada de la plaza, que da al lado norte y parece que se interna en la mar. Es un punto estratégico para atalayar la costa hacia el Escambrón y hacia el sospechoso horizonte marítimo.
En una de las noches que le tocaba a Sánchez, la vigilancia de este punto, sintió Dina deseos irresistibles de charlar con él, que era el único delirio de su fantasía. En todo el día no le había podido ver, y llegaba la prima noche no hubo el consuelo de oir la canción favorita al lánguido son de la guitarra, que penetraba en su alma como una plegaria.
Esperó la muchacha a que su tía se durmiese, y una vez cerciorada de ello, al oír sus acompasados ronquidos, entre-abrió quedamente la puerta de la calle, y se deslizó, por detrás de la muralla, hacia la conocida garita, que se destacaba con negruras de basalto entre el brumoso celaje de la costa del mar. Allí estaba haciendo fielmente su guardia Flor de Azahar.
La luna cayendo hacia poniente, lanzaba mortecinos resplandores. El mar cabrilleaba, pálidamente con los últimos reflejos de la protectora de los amantes, y la ola, sin murmullos, lamía suavemente los peñascales. Cuando un rayo lunar, rompiendo la bruma, lanzaba serpentinas plateadas, al caer sobre las dormidas ondas dejaba un rastro de luz, como bruñido acero refulgente. Sombras y tristezas rondaban en torno del castillo y envolvían a Dina, que avanzaba con sigilo por conocida senda hacia el atalaya, donde estaba su novio.
"Flor de Azahar" dijo tímidamente la garrida moza, abre la garita, con una voz suave y leda, que rompió el silencio de aquella aterradora soledad.
Sánchez oyó el amoroso suspiro de la doncella, le palpitó el corazón con violencia, dejó el fusil y se precipitó en los brazos de Dina, cuya negra pupila de enamorado febril lo trastornó poniendo fuego de amor en sus venas. Único instante feliz de sus amores hasta entonces. Un tenue claro de luna agonizante aprisionó en su argentino encaje a Flor de Azahar y a Dina. Dejemos al dulce misterio de la noche lo que es del dulce misterio de la vida!
IV
"Centinela, alerta!" gritó al poco rato el guardián del Caballero de Austria del castillo; y el grito del soldado vigilante fue repitiéndose de garita en garita, rompiendo el mutismo nocturnal de la fortaleza, hasta llegar a la que ocupaba Sánchez. El pájaro negro del silencio reinaba en aquellos contornos. Nadie contestó en el atalaya, cuya custodia correspondía a Flor de Azahar.
La ronda de vigilancia encontró al siguiente día, al relevar la guardia, que Sánchez había desertado, dejando el fugitivo su fusil y la cartuchera en el lugar entregado a la lealtad. No era el primer caso que ocurría en aquella triste garita. Así que la gente crédula y supersticiosa continuó afirmando que Lucifer con sus hechizos había cargado con el pobre soldado, que tal vez estaría en pecado mortal; pero los duchos en el arte del querer fuerte se dejaban decir, que para ellos, Cupido era el que se había robado a Flor de Azahar, pues eran gran coincidencia que también la bella Dina hubiera desaparecido de su casa. Tal vez la amante pareja se había refugiado en la Sierra de Luquillo para formar allí su nido de ternezas plácidas;
Desde aquel día se llamó aquel sitio "la Garita del Diablo" porque nadie quitó a la estúpida vecindad que el Espíritu Maligno había intervenido en la desaparición del soldado desertor. Siempre el vulgo, ciego en sus necedades, se inclina a creer más en el error que en la verdad!
me gusta la historia pero aganla mas corta es muy larga que me tarde 2 dias en leer esto
ResponderEliminarcreo que es verdad deberian aserlo mas corta
Eliminares verdaaaaaaaaaaaaaaaaad aganlo mas corta
Eliminarommmmmmmmmmmmm callensee
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