La campana del Ingenio
La campana del ingenio
El Ingenio de San Jorge fue creciendo de día en día; del rancho viejo sólo quedaba una torre de vieja piedra ennegrecida. Don Jorge Smith, su propietario había conseguido convertirlo en la más rica y productiva hacienda del contorno.
En la vieja torre se había colocado una campana que anunciaba a los criados el momento de iniciar sus tareas y el de acabarlas. Con el tiempo se resquebrajó y fue sustituida por el silbato, y así permanecía olvidada en su atalaya.
Al morir don Jorge le heredó su sobrina Carlota, que casó con un capataz del ingenio, llamado Conrado Maldonado. La noche antes de morir su tío repentinamente, estuvo ella desvelada; para tratar de coger el sueño, inició la lectura de Los doce pares de Francia. A pesar de hallarse embebida en el libro, le pareció que la campana de la torre tañía quedamente. No quiso darle importancia y trató de olvidar lo que le pareció figuración suya, pero la insistente voz de la vieja campana volvió a sonar en el silencio, como si la agotara el cansancio.
Cuando doña Carlota refirió a su esposo lo sucedido, éste lo atribuyó a un estado nervioso o a la fantástica imaginación de la señora. Como la repentina muerte de don Jorge vino a turbar el estado de las cosas, la historia de la dama se olvidó.
Sin embargo, cuando el ingenio pasó a ser de la señora, ésta rogó a su marido que tapiaran la puerta de la torre; y así se hizo. El tiempo pasó y la felicidad fue creciendo de día en día en la inmensa plantación. El matrimonio, que tuvo dos hijos y una hermosa hija, se disponía a celebrar sus bodas de plata, para lo cual se pensaba organizar una fiesta.
Doña Carlota y sus criados se afanaban en los preparativos yendo y viniendo con fuentes de bizcochos y amasando hojaldres y tortas, y así, entre esas y otras ocupaciones se hizo tarde. Poco después el silencio reinó en la casa, cuando todos se retiraron a descansar.
Hacía bastante calor, y doña Carlota, que no tenía sueño, decidió esperar a su marido, que se hallaba en el pueblo. Abrió la ventana y sentóse al fresco hundiéndose en sus pensamientos. De pronto, la voz cansada de la campana rota se oyó desde su atalaya desgranar lentamente sus gemidos. Doña Carlota turbada y temerosa preguntó a sus criadas si ellas habían oído algo, a lo que respondieron negativamente.
Preocupada y nerviosa, se puso a rezar llena de instintivos temores, pero en medio de sus rezos la voz quejumbrosa llegó otra vez hasta ella. Se retiró en silencio, pero, como si el corazón presintiera alguna desgracia, no pudo conciliar el sueño en toda la noche.
Al día siguiente trajeron en unas angarillas el cuerpo apuñalado de don Conrado, víctima del rencor ancestral de un capataz del rancho.
La voz metálica de aquella campana rajada no se había equivocado; ella sabía presentir la desgracia desgarrándose en voces dolorosas que más bien parecían lamentos o amargo llanto. Pero una vez más, el tiempo hizo olvidar que, en la ennegrecida y vetusta torre, la campana rajada se había quejado dolorosamente en el silencio de la noche.
Todo era movimiento en la casona por aquel entonces. Se trabajaba, se disponía, se organizaba en un ajetreo continuo, pues se iba a celebrar la boda de la bella Estefanía, hija única de don Conrado. Estefanía era conocida en toda aquella comarca como la misma hermosura. Criolla de ojos negros, abismales, de largas y espesas pestañas, unía a un lindo rostro una escultural figura de redondeadas líneas. Su piel dorada y su espléndido pelo color caoba terminaban de adornar a la más airosa de las doncellas.
No quedó nada por hacer para aquella boda fastuosa: el rumbo y la riqueza se desbordaban a raudales. Las fiestas habrían de durar dos días, y al tercero, el joven matrimonio cruzaría los mares camino de la vieja Europa.
Se administró el santo bautismo a muchos negritos, se convidó a todo el mundo y la felicidad cundió por todas partes. Por fin, pasada la medianoche, acabado el baile, se retiraron a descansar.
Pero he aquí que cuando doña Carlota se dirigía al fondo de la alcoba, la conocida y funesta voz de la campana vieja volvió a quejarse muy queda.
- ¡Ay de mí, Señor, otra desgracia se cierne sobre mi casa! ¡Escógeme como única víctima! ¡Ten piedad Señor, ten piedad!
Y acto seguido se desmayó cerca de la reja bañada de luna.
Amaneció un día hermosísimo; los hombres se habían ido de cacería y las mujeres se entretenían cantando. Mas como el calor arreciaba, y en verdad algo faltaba a aquella reunión de mujeres solas, Estefanía propuso ir a bañarse al río, proposición aceptada del mejor agrado por las compañeras.
Entre risas y bromas, la hermosa procesión de jovencitas tomó el camino del río, a cuya sombra descansó la alegre comitiva.
Danzaron entre la fronda como quiméricas ninfas antes de que el agua cristalina acariciara la piel tostada de sus cuerpos hasta que, al fin, como un puñado de rosas, se fueron echando al agua.
Pero ¡ay!, en la engañosa pendiente del río, el cantil abría sus fauces de lobo hambriento y una de ellas cayó en él llevando consigo a dos de sus amigas, que gritaban desesperadas en un afán inútil de salvación. Las demás creyeron una broma los gritos de las infelices, y cuando quisieron remediar la desgracia, era ya tarde, ahogándose cuatro de las hermosas niñas y una de las criadas que quiso salvarlas.
Estefanía, la más hermosa de todas, se perdió para siempre en el misterio del cantil del río que se ondulaba entre los esbeltos bambúes.
Doña Carlota maldijo la campana rajada de la torre circular, cuya edad sólo conocían los siglos... Todavía volvió a oír la noche antes de su muerte, su voz de mal agüero.
Los hijos de la difunta señora arrojaron al fondo del cantil la campana maldita... Y no sabemos si en él habrá enmudecido o si en la inmensa plantación de caña de azúcar todavía se seguirá oyendo su voz plañidera, a medianoche.
En la vieja torre se había colocado una campana que anunciaba a los criados el momento de iniciar sus tareas y el de acabarlas. Con el tiempo se resquebrajó y fue sustituida por el silbato, y así permanecía olvidada en su atalaya.
Al morir don Jorge le heredó su sobrina Carlota, que casó con un capataz del ingenio, llamado Conrado Maldonado. La noche antes de morir su tío repentinamente, estuvo ella desvelada; para tratar de coger el sueño, inició la lectura de Los doce pares de Francia. A pesar de hallarse embebida en el libro, le pareció que la campana de la torre tañía quedamente. No quiso darle importancia y trató de olvidar lo que le pareció figuración suya, pero la insistente voz de la vieja campana volvió a sonar en el silencio, como si la agotara el cansancio.
Cuando doña Carlota refirió a su esposo lo sucedido, éste lo atribuyó a un estado nervioso o a la fantástica imaginación de la señora. Como la repentina muerte de don Jorge vino a turbar el estado de las cosas, la historia de la dama se olvidó.
Sin embargo, cuando el ingenio pasó a ser de la señora, ésta rogó a su marido que tapiaran la puerta de la torre; y así se hizo. El tiempo pasó y la felicidad fue creciendo de día en día en la inmensa plantación. El matrimonio, que tuvo dos hijos y una hermosa hija, se disponía a celebrar sus bodas de plata, para lo cual se pensaba organizar una fiesta.
Doña Carlota y sus criados se afanaban en los preparativos yendo y viniendo con fuentes de bizcochos y amasando hojaldres y tortas, y así, entre esas y otras ocupaciones se hizo tarde. Poco después el silencio reinó en la casa, cuando todos se retiraron a descansar.
Hacía bastante calor, y doña Carlota, que no tenía sueño, decidió esperar a su marido, que se hallaba en el pueblo. Abrió la ventana y sentóse al fresco hundiéndose en sus pensamientos. De pronto, la voz cansada de la campana rota se oyó desde su atalaya desgranar lentamente sus gemidos. Doña Carlota turbada y temerosa preguntó a sus criadas si ellas habían oído algo, a lo que respondieron negativamente.
Preocupada y nerviosa, se puso a rezar llena de instintivos temores, pero en medio de sus rezos la voz quejumbrosa llegó otra vez hasta ella. Se retiró en silencio, pero, como si el corazón presintiera alguna desgracia, no pudo conciliar el sueño en toda la noche.
Al día siguiente trajeron en unas angarillas el cuerpo apuñalado de don Conrado, víctima del rencor ancestral de un capataz del rancho.
La voz metálica de aquella campana rajada no se había equivocado; ella sabía presentir la desgracia desgarrándose en voces dolorosas que más bien parecían lamentos o amargo llanto. Pero una vez más, el tiempo hizo olvidar que, en la ennegrecida y vetusta torre, la campana rajada se había quejado dolorosamente en el silencio de la noche.
Todo era movimiento en la casona por aquel entonces. Se trabajaba, se disponía, se organizaba en un ajetreo continuo, pues se iba a celebrar la boda de la bella Estefanía, hija única de don Conrado. Estefanía era conocida en toda aquella comarca como la misma hermosura. Criolla de ojos negros, abismales, de largas y espesas pestañas, unía a un lindo rostro una escultural figura de redondeadas líneas. Su piel dorada y su espléndido pelo color caoba terminaban de adornar a la más airosa de las doncellas.
No quedó nada por hacer para aquella boda fastuosa: el rumbo y la riqueza se desbordaban a raudales. Las fiestas habrían de durar dos días, y al tercero, el joven matrimonio cruzaría los mares camino de la vieja Europa.
Se administró el santo bautismo a muchos negritos, se convidó a todo el mundo y la felicidad cundió por todas partes. Por fin, pasada la medianoche, acabado el baile, se retiraron a descansar.
Pero he aquí que cuando doña Carlota se dirigía al fondo de la alcoba, la conocida y funesta voz de la campana vieja volvió a quejarse muy queda.
- ¡Ay de mí, Señor, otra desgracia se cierne sobre mi casa! ¡Escógeme como única víctima! ¡Ten piedad Señor, ten piedad!
Y acto seguido se desmayó cerca de la reja bañada de luna.
Amaneció un día hermosísimo; los hombres se habían ido de cacería y las mujeres se entretenían cantando. Mas como el calor arreciaba, y en verdad algo faltaba a aquella reunión de mujeres solas, Estefanía propuso ir a bañarse al río, proposición aceptada del mejor agrado por las compañeras.
Entre risas y bromas, la hermosa procesión de jovencitas tomó el camino del río, a cuya sombra descansó la alegre comitiva.
Danzaron entre la fronda como quiméricas ninfas antes de que el agua cristalina acariciara la piel tostada de sus cuerpos hasta que, al fin, como un puñado de rosas, se fueron echando al agua.
Pero ¡ay!, en la engañosa pendiente del río, el cantil abría sus fauces de lobo hambriento y una de ellas cayó en él llevando consigo a dos de sus amigas, que gritaban desesperadas en un afán inútil de salvación. Las demás creyeron una broma los gritos de las infelices, y cuando quisieron remediar la desgracia, era ya tarde, ahogándose cuatro de las hermosas niñas y una de las criadas que quiso salvarlas.
Estefanía, la más hermosa de todas, se perdió para siempre en el misterio del cantil del río que se ondulaba entre los esbeltos bambúes.
Doña Carlota maldijo la campana rajada de la torre circular, cuya edad sólo conocían los siglos... Todavía volvió a oír la noche antes de su muerte, su voz de mal agüero.
Los hijos de la difunta señora arrojaron al fondo del cantil la campana maldita... Y no sabemos si en él habrá enmudecido o si en la inmensa plantación de caña de azúcar todavía se seguirá oyendo su voz plañidera, a medianoche.
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